En un lomaje del barrio, como tradicionalmente se hacía desde tiempos pasados, todos los contendores esperaban la señal del caporal para dar inicio al espectáculo. Lucían sus atuendos multicolores. Unos denotaban fiereza y otros sencillez; más todos eran guerreros, verdaderos gladiadores de una competencia ancestral, ansiosos por salir a la lucha de la cual no sabían si regresarían.
Al sonido del silbato emprendieron desafiantes el vuelo hacía los cielos, luciendo ropajes de variados colores y texturas, danzando entre vientos de una y otra banda al ritmo de la mano experta de sus dueños; que cifradas las esperanzas en la fortaleza de sus dirigidos, cada cual pretendía coronarse campeón de la justa.
Subiendo y bajando por las alturas; largando o acortando amarras, el torneo se prolongó por horas, dejando a muchos fuera del combate, que malheridos se precipitaron a la tierra, empujados por vientos que esparcieron sus restos lejos de la comarca, en donde terminarían sus días de pasajera gloria, enganchados sobre ramas de pino y eucaliptos, bajo el sol quemante del verano.
Solo dos luchadores permanecieron en el cielo, esquivándose con maestría para no ser eliminados; pero el desenlace debía producirse más temprano que tarde, ya que la consigna del torneo era que solo uno regresaba a su dueño y ese fue el que lucía los colores de la bandera: el volantín tricolor; que en un instante se acercó a su rival y lo enlazó repentinamente y lo obligó a descender, mientras que con uno de sus maderos le rompió un costado, anulándolo definitivamente.
La batalla llegó a su fin y el vencedor volvió a las manos de su conductor, mostrando entre su ropajes, las heridas de la contienda.